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sábado, 30 de mayo de 2015

EL MISTERIO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD EN EL ECUMENISMO

FESTIVIDAD DE LA 
SATÍSIMA TRINIDAD 2015


EL MISTERIO DE LA 
SANTÍSIMA TRINIDAD 
EN EL ECUMENISMO

Un artículo del Dr. Pedro Langa

Icono de la Santísima Trinidad (Andrés Rublëv)


Todo buen ecumenista es consciente de la importancia que para el movimiento ecuménico reviste el misterio de la Santísima Trinidad. Él solo es suficiente para distinguir ecumenismo de diálogo interreligioso. Él también, por tanto, se basta para dar en el vivo de la definición: si el ecumenismo es unitatis redintegratio, o sea restablecimiento de la unidad rota entre Iglesias y Comunidades eclesiales, bien se echa de ver que aludimos a la unidad cristiana. Es decir, que, para empezar, en dicha restauración no se contempla otro misterio base que no sea el de la Trinidad. Esto, claro es, resulta de todo punto impensable, porque, en definitiva, no es sino fe de otras galaxias, dentro de un proceso dialógico de carácter interreligioso. La Santísima Trinidad es misterio privativo de la religión cristiana. Cuando se dice que el ecumenismo es cristocéntrico por antonomasia, se ha de tener en cuenta lo que supone para los teólogos estudiar cristología a la luz del tratado De Deo trino. En otros términos, el Dios Uno y Trino -el Unitrino- envuelve y determina la vida toda de la causa ecuménica, dado que sustenta igualmente los tratados todos de la teología. 

Si el misterio de la Santísima Trinidad, pues, debe presidir cualquier andadura del ecumenismo moderno, merece la pena recordarlo, aunque solo fuere por algunos momentos de especial relieve, al hilo del domingo de la Santísima Trinidad, que en este 2015, recurre el 31 de mayo. El Consejo Ecuménico de las Iglesias, dicho también Consejo Mundial de Iglesias, determinó ya en su primera asamblea general –Amsterdam (1948)- sentar la Base fundacional en torno a la naturaleza del organismo naciente declarando al respecto: «El CEI es una comunidad de Iglesias que aceptan a nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador». En vez de comunidad otros ponían federación. Es lo mismo para cuanto ahora cumple matizar. Y lo que procede aclarar es que pronto llovieron demandas en el sentido de que debían incorporarse a la Base una expresión trinitaria más clara y una referencia específica a las Sagradas Escrituras. Aquellas críticas, claro es, no cayeron en saco roto. Pero tampoco obtuvieron a bote pronto el respaldo que necesitaban, ya que hubo de transcurrir un decenio largo hasta verse colmadas sus aspiraciones.

La respuesta llegó en la tercera asamblea general del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), celebrada en Nueva Delhi bajo el lema Cristo, luz del mundo. Se comprende que Cristo fuera luz no solo del mundo, sino sobre todo de los sesudos asambleístas que llegaban con la cabeza rebosante de razonamientos y vacía de resoluciones. Del 16 de noviembre al 6 de diciembre de 1961, en efecto, tuvo lugar en el Palacio de las Ciencias Vigyan Bavan, de Nueva Delhi, esta gran cumbre, que agrupó a 198 Iglesias, pertenecientes a tres grupos: ortodoxas de Europa oriental; jóvenes Iglesias; y las dos pentecostales de Chile, que sirvieron de puente hacia las evangélicas. Acudieron también -era la primera vez que lo hacían oficialmente-, cinco observadores de la Iglesia católica. 

El contexto mundial había cambiado mucho desde 1948, año de los Derechos Humanos, de la llegada de Atenágoras al Fanar y de la primera asamblea general del CMI: había empezado el deshielo entre el Este y el Oeste. Por Roma soplaban aires nuevos desde que Juan XXIII (1958-63), había anunciado la celebración de un concilio ecuménico y el aggiornamento era para no pocas gentes del orbe la alegría de la huerta. La reciente creación en Roma del Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos había propiciado el envío de los cinco observadores dichos. Por si fuera poco, numerosos postulados de la teología nueva (Nouvelle théologie) estaban en su apogeo y lo estarían más durante la celebración del Vaticano II.

Y bien, entre las extraordinarias determinaciones ecuménicas tomadas en Nueva Delhi, sobresalen precisamente dos: añadir doxológicamente en la Base fundacional la dimensión trinitaria y, al propio tiempo, hacer expresa mención en ella de la Sagrada Escritura. A propuesta del Comité Central, en efecto, Nueva Delhi reformuló la Base del CEI con dicha doble añadidura: «[El CEI es] una comunidad de Iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como Dios y Salvador, según el testimonio de las Escrituras, y procuran responder juntas a su vocación común, para gloria del Dios único, Padre, Hijo y Espíritu Santo».

El Vaticano II, por su parte, con la aprobación y promulgación del decreto Unitatis redintegratio en 1964 deslizó este discreto homenaje a la Base del CEI: «Participan en este movimiento de la unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador; y no solo cada uno individualmente, sino también congregados en asambleas, en las que oyeron el Evangelio y a las que cada uno llama Iglesia suya y de Dios» (UR, 1). Sentado lo cual, el Concilio precisaba más adelante qué suponga y qué signifique la Santísima Trinidad en el ecumenismo al afirmar: «El supremo modelo y supremo principio de este misterio es en la trinidad de personas la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (UR, 2). Por descontado que la mención de la Trinidad no sólo conoció los puntos aquí señalados. Muchos otros hay, sin duda, especialmente a propósito del diálogo teológico, y de modo particular en lo relativo a las fórmulas bautismales y a las doxologías, de las que el Enchiridion Oecumenicum da buena cuenta.

En otro orden de cosas, el icono de la Santísima Trinidad, que tan bellamente pintó el monje André Rublëv a instancias de san Sergio de Radonezh, quizá sea hoy la mejor declaración plástica de la teología en verdades trinitarias. Y es que la Trinidad, a la postre, precisa mejor que cualesquiera definiciones de manual qué sea el ecumenismo. Ella es, en efecto, unidad de naturaleza y pluralidad de personas, es decir, divina fuente de unidad en pluralidad. Ningún ecumenismo, por tanto, debe omitir ambos términos, que se incluyen y complementan mutuamente: unidad y pluralidad. La Trinidad Santísima, por eso, pauta cualquier comportamiento ecuménico desde ambas vías. Hace unos años vine a ello en un artículo titulado «Dios Trinidad, vida compartida. Reflexiones desde san Agustín»: Religión y Cultura 46/213 (2000) 273-299.

En el movimiento ecuménico se hace incluso necesario acudir al socorrido misterio de la Trinidad adorable. «Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (Cf. Lc 17, 33; GS 24)». Las operaciones ad extra en la Trinidad pueden ser entendidas como ejercicio de entrega a los humanos por parte del Dios unitrino, del Dios tripersonal. Deberán encontrar en ellas su clave de visión y vivencia los ejercicios ecuménicos de unidad en la pluralidad y de respeto en la diversidad. La fe trinitaria, en suma, es argumento básico del ecumenismo, y este domingo solemnidad de la Santísima Trinidad parece inmejorable ocasión para recordarlo. 

Participantes ortodoxos en la Tercera Asamblea del CMI en Nueva Delhi, 1961.
(Photo Oikoumene: Evanston to New Delhi)


Prof. Dr. Pedro Langa Aguilar, OSA 
Teólogo y ecumenista




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