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Un espacio propuesto por EQUIPO ECUMÉNICO SABIÑÁNIGO

miércoles, 22 de diciembre de 2010

EVANGELIO Y NAVIDAD

Evangelio y Navidad

Hoy se acepta con normalidad que los evangelios no son crónicas históricas, en el sentido moderno del término, sino catequesis elaboradas por creyentes, que buscan comunicar, compartir y alentar la fe de las primeras comunidades. No se niega su base histórica, pero ésta –de acuerdo también con los usos de la época- ha sido “elaborada” en función del mensaje que se quería transmitir.
Si ese principio es válido para el conjunto de los relatos evangélicos –y los estudiosos se hallan empeñados en la ardua tarea de discriminar la “historicidad” de cada perícopa-, mucho más para los así llamados “relatos de la infancia”.
En estos relatos, particularmente, que encontramos sólo en los evangelios de Mateo y de Lucas, no hay que ir a buscar historia, sino teología, es decir, contenidos de fe.
En Lucas, es María quien recibe directamente el anuncio del ángel –la anunciación-; en Mateo, por el contrario, el destinatario del mensaje angélico es José. En ambos casos, lo que se busca transmitir es exactamente lo mismo: Jesús nace todo de Dios.
Si nos ceñimos al relato de Mateo, que estamos comentando, la exégesis actual parece inclinarse a pensar que el evangelista está utilizando unos temas que ha recibido de la tradición; si bien otros insisten en que, atendiendo al vocabulario empleado, él mismo los habría reelaborado de un modo muy personal.

Empecemos reconociendo una obviedad. El tema del nacimiento sin intervención de un padre se encuentra a menudo en relatos egipcios y helenísticos, que hablan de la generación divina de reyes, héroes, sabios…: desde Horus, hasta Attis de Frigia, pasando por Dionisos y Mitra, y llegando incluso a Platón –de quien su sobrino Espeusipo, en el discurso pronunciado al año de la muerte del filósofo, afirmó que éste había sido engendrado directamente por Apolo- y, por supuesto, a los emperadores romanos… También en contextos mas alejados, como la India, se dice de Krishna, que nació de la virgen Devaki.
En una cultura en la que se pensaba que la mujer jugaba únicamente el papel de “receptor” y “nido” de la nueva vida, que se creía provenía en exclusividad de la figura paterna –el semen contenía la totalidad de la vida que iba a nacer-, parece claro que, al eliminar la intervención masculina, se estaba diciendo que el niño que nacía era hijo de Dios en su totalidad. La madre no era sino el receptáculo que lo acogía.
La idea, sin embargo, era desconocida en el judaísmo de Palestina. El texto de Isaías que cita Mateo –“la virgen concebirá…”-, aparte de referirse a un hecho concreto de la historia del pueblo, no parece que hable originalmente de “virgen”, sino sencillamente de “doncella” o “joven”: así es como, según los expertos, habría que traducir el término hebreo “almâh”.
El que fuera una idea inexistente en Palestina, podría ser un indicio de que pudo haberse fraguado en alguna comunidad judeo-helenística-cristiana, donde hubiera encontrado fácil receptividad.
Probablemente, el relato forme parte del intento de ciertas comunidades de mostrar a Jesús como “Hijo de Dios según el Espíritu”, tal como se expresaba Pablo en la carta a los Romanos (1,4). El relato del nacimiento virginal sería entonces una forma de dar cauce a aquella convicción.
Eso significa que, antes que una afirmación que se refiera a la biología, es un relato teológico. No se está hablando de la virginidad biológica de María, sino del carácter divino de Jesús: el recurso para hacerlo –en línea con la costumbre egipcia y helenística- era mostrarlo como nacido sin intervención de varón.
En cualquier caso, en el relato bíblico, el Espíritu Santo no reemplaza al elemento masculino que hace posible el engendramiento. Se trata, más bien, del poder creador de Dios, siempre actuante, y no de un intervencionismo mítico, que rivalizara con lo humano.

Si miramos el evangelio de Mateo en su conjunto, quizás hayamos de concluir que lo que más le interesa al autor es el nombre “Emmanuel”, con el que entiende la persona y la obra de Jesús: para este evangelista, Jesús es, antes que nada, “Dios-con-nosotros”.
Tanto es así que va a hacer con ese nombre una gran inclusión, que abraza a todo su escrito. La primera parte de la misma corresponde al relato que estamos comentando, en el capítulo primero; la segunda aparecerá en el último, puesta entonces en boca del propio Jesús, como cierre de todo el evangelio: “Yo-soy-con-vosotros todos los días hasta el final del mundo” (28,20). Al principio y al final, el mismo nombre, que define la persona y la misión de Jesús entre los suyos: Emmanuel.
Esto es lo decisivo para Mateo, la certeza sobre la que apoya su fe: han descubierto en Jesús la cercanía completa de Dios. Para insistir en que es todo de Dios, recurre al relato, común en su entorno, de un “nacimiento virginal”.

¿Cómo hablar entonces de la “virginidad de María”? Soy consciente de que este tema –donde se entrelazan lo religioso, lo cultural y lo psicológico, en una mezcla en la que intervienen poderosos elementos inconscientes e incluso arcaicos o ancestrales, relativos a la sexualidad y a la figura de la mujer- toca fibras muy sensibles en la piedad católica. Una anécdota puede ilustrar, mejor que otra cosa, lo que quiero decir. No hace muchos años, en una romería a un santuario mariano, un hombre me comentaba: “Yo no sé si creo en Dios; pero que a nadie se le ocurra tocarme a la Virgen”…
Con todo el respeto al modo que cada cual tenga de expresar e incluso vivir sus creencias, me parece que podríamos empezar por ponernos de acuerdo en algo elemental: más importante que la virginidad biológica es la virginidad espiritual.
Esta última podría entenderse como “disponibilidad”, la actitud abierta y dócil de quien se deja hacer por Dios, sin límite ni medida. Una persona virgen es aquélla cuyo corazón no está “ocupado” por ninguna otra cosa que la voluntad de Dios.
Si queremos expresarlo de un modo aún más radical, podemos decir que virgen es la persona que se ha desindentificado o desapropiado de su yo y, por tanto, ya no vive para él. Es “virgen” –apertura, disponibilidad, donación…- quien no está identificado con su ego ni vive para él, sino que ha descubierto-experimentado la Identidad-sin-límites (transegoica o transpersonal, no-dual) que todo lo abraza. Una identidad, por lo demás, que únicamente puede percibirse en el presente.
En ausencia de identificación con el yo, la persona es cauce o canal a través del cual Dios puede fluir con entera libertad. Por eso, puede cantar como María: “El Poderoso ha hecho en mí obras grandes”. No hay sentido alguno de apropiación; hay únicamente un “dejarse vivir”, asintiendo a la Vida que se expresa en la forma del momento presente.
La virginidad, por tanto, así entendida, puede considerarse como el horizonte hacia el que caminamos…, porque en realidad ya lo somos. Al comprender la Unidad que somos y trascender la conciencia egoica –en la desapropiación del yo- nuestro corazón se “desocupa” y nos descubrimos conteniendo en nosotros al universo entero.
En ese camino nos hallamos. En María, acogemos y celebramos a una mujer que lo ha vivido; por eso, también en ella nos reconocemos.
ENRIQUE MARTÍNEZ LOZANO, teólogo y psicólogo

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